sábado, 30 de mayo de 2009

La Saña

"...tear up the planks! -- here, here! --
it is the beating of his hideous heart!"

The Tell-Tale Heart,
E. A. Poe, 1843

Con la mirada más vacía que la muerta, corrió a buscar el serrucho. De madrugada, lo había sacado de aquel viejo cajón de herramientas que no recordaba haber abierto antes, así que fue hasta la cama y lo tomó. La bolsa de residuos ya estaba preparada, en necrológica espera, semiabierta en el centro de la sala.
Decidió -si cabe la expresión- proceder sin mover el cadáver del lugar donde había caído cuando todavía era una persona. Sin titubear, tomó el brazo izquierdo y comenzó a rasgar la delgada capa de piel con la herramienta. La epidermis se deshizo con facilidad, también la carne -escasa a la altura de la muñeca-, y pronto se sintió el contacto con el hueso; él lo sintió. Agitaba el serrucho con seguridad, mientras el marfil crujía, rugía. Su sonido superaba el estruendo se colaba desde la calle, que se estremecía en plena hora pico, y el ahora descuartizador lo sentía, pero no alcanzaba a oírlo. La sierra iba y venía, atravesando ya las primeras capas amarillentas, hasta que un bufido delató que el corazón óseo había sido alcanzado, y la fuerza de la aplicación pendular de la herramienta lo quebró. La mano sólo quedaba adherida al resto del cuerpo por un minúsculo segmento cárnico, que Américo arrancó con un tirón exagerado. El plástico de la bolsa chirrió de gusto al recibir la arácnida palma suelta, casi abierta. También ese sonido fue cubierto por el grito del húmero, que el hombre ya se apuraba a atacar. Nuevamente, la piel fue un prefacio simple y, al primer contacto con el óxido -ya ablandado en su mezcla con la sangre-, se abrió casi naturalmente, descubriendo el virgen músculo, que a su vez se iba deshaciendo en el metal que lo desgarraba, avasallante. El bíceps sucumbía, dócil, frente al avance de la dentadura grisácea y marronácea y roja de la máquina. Y, otra vez, el hueso. Y la obediente herramienta, al servicio de la necesidad, no reculaba ante la gruesa opacidad de aquel, y lo penetraba groseramente, lacerando y destrozando lo que pudiera quedar allí oculto de la esencia del movimiento. Y el sonido, el tremendo sonido, no cesaba ni por un instante, como un ronroneo horrible, inacabable; un mugido demoledor. Y entre toda aquella orquesta terrible, Américo sólo escuchaba el desesperado bombeo de su corazón, que apuraba, diligente, vastos litros de sangre espesada al cerebro. Y oía el brote incesante de la transpiración en su frente, en sus mejillas enrojecidas, afiebradas, y el sonido del hervor mineral de las gotas evaporándose en su cara o siendo absorbidas de nuevo, como en un intento de calmar esa inédita sed que le trituraba los labios y le raspaba la lengua, retorcido caracol bajo una tormenta de sal. Y todo esto sentía, pero nada de esto pensaba, mientras procedía ciegamente al descuartizamiento de la muerta. Finalmente, el hueso cedió, y el hombre retorció la extremidad para arrancar el pedazo de carne que aún la unía con el resto del cuerpo. En el primer intento, no lo logró, pero luego de varios tirones violentos y un poderoso swing de sierra, cayó sentado con su trofeo deforme. Ahora sí, se detuvo un segundo para doblar el brazo antes de acomodarlo en el fondo de la bolsa. Y velozmente tomó la muñeca derecha y repitió las maniobras. La herramienta iba y venía, entrando y saliendo hipnóticamente, desgarrando los músculos en cada envión, destruyendo la carne. Cada tanto, algunos fragmentos se desprendían y caían en el piso, luego de un movimiento de una violencia tal que el metal resbalaba y se salía de la senda del serrucho, rebanando el brazo en puntos aledaños. Antes de llegar al hueso, retorció la muñeca de Elsa varias veces, en sentido circular, y tiró hasta arrancarla. La mano viva lanzó a la otra hacia la bolsa, que recibió con indiferencia aquiescente el botín. Para apurar el trámite, Américo tomó el codo del cadáver, apoyó su pie en las costillas -tapando con su zapato los dos agujeritos negros unos centímetros debajo de la axila-, y empezó a tirar con fuerza. Un tronido acusó la dislocación del hombro y, a medida que hacía rotar el brazo, sentía cómo los ligamentos se rompían con brutalidad. La violencia con que el hombre se esforzaba por arrancar el miembro era musicalizada por el gradual crujido de las costillas de la muerta, hasta que el costillar no resistió la presión y el pie del asesino se hundió en la caja torácica, lo que provocó una escalada de sangre que brotó de la inerte boca semiabierta de Elsa. La náusea tornó morada la tez de Américo, que permaneció unos segundos petrificado, con los ojos verdes muy abiertos, erguido, y sosteniendo con sus brazos caídos el de la muerta. De inmediato se lanzó de rodillas y recogió la sierra, que cayó con furia sobre el hombro muerto. Ya ablandado, el hombro se dejaba desgarrar y se entregaba, dócil, al sacrificio inducido. Con los ojos entrecerrados para poder ver a través de la sangre, que emanaba brutalmente, con saña, del cuerpo de Elsa, el animal continuaba su depredación. Cuando el metal se topó con el hueso, los movimientos se intensificaron, se tiñeron de ira, de pavor, en su constante vaivén, en su batalla con la piedra dentro del mimbre. Finalmente, el brazo -estirado por la mano izquierda del hombre, que lo sostenía por la muñeca mutilada- se desprendió y Américo voló un metro a sus espaldas y aterrizó a medias sobre el viejo sillón de los abuelos. Se levantó, triunfante, con la cara desfigurada, y metió el miembro arrancado en la bolsa. Pisó con su zapato ensangrentado los restos de la mujer, que se trituraron en el fondo. Acto seguido, saltó sobre el cadáver y rodeó la pierna izquierda con su brazo; recomenzó el serrucheo. La piel se rindió fácilmente, pero la carne del muslo opuso resistencia. El cansancio y la desesperación se tradujeron en un incremento del grado de violencia. La sierra se clavaba, trabada, en el fornido cuádriceps, y el trabajo que le costaba desenterrarla de los músculos era frustrante. A los cinco minutos, apenas había logrado penetrar unos centímetros. Se detuvo un instante. Pensó, pero sólo ese instante. Se levantó y arremetió a puntapiés contra lo que quedaba de su hermana: patadas a un montículo de tierra. Nublado, en apagado llanto, se desplomó, con su cómplice aferrado en la mano. Miró, entre lágrimas coloradas, la mancha de humedad en el techo. Giró la cabeza y observó a Elsa. El rostro inexpresivo parecía restregarle su más reciente fracaso. Su puño cobró fuerza alrededor del ajado mango del serrucho y el hombre se incorporó. Volvió a arremeter contra el muslo, pero el arma se zafó de nuevo. Con la cara desencajada se lanzó sobre el cadáver y comenzó a golpearlo con la sierra, marcándolo con azarosos cortes, profundos y superficiales, no importaba, sólo golpes, tajos, en los lados, en el pecho, en la cara, y una penumbra iba cubriendo la escena y los golpes y la sangre y Elsa en el piso y Elsa en la bolsa y todo se tornaba cada vez más difuso y oscuro y como en cámara lenta, mientras un impotente Américo agitaba con esfuerzo y cada vez más lentamente el serrucho y se iba recostando despacio, abatido, en la negrura final.

1 comentario:

  1. aaaaayy, eshaa tiene blog... putita.
    Muy bueno., nos vemos el jueves gatita.
    Abrazo

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