jueves, 13 de agosto de 2009

La finitud.

El lenguaje y los dioses obtienen su fuerza del mismo procedimiento asociativo: su trascendencia se basa en la imposibilidad de constatación sensible de una existencia autónoma.
Hay hojas de papel, tinta, grabaciones, discursos, pantallas, incluso hay la doble virtualidad de la informática; las palabras no se tocan. Sin embargo, hay performatividad. Hay sentencias, hay poder, hay sonidos articulados que transforman al mundo, cotidianamente. Hay garabatos, figuras arbitrarias y apenas diferenciadas, infinitamente combinables, que originan efectos sensibles; pero el lenguaje sólo puede ser inmaterial, abstracto. Como los dioses. De ahí el alto componente verbal de todo ritual religioso.
El deseo de besar a una divinidad o de apretar un vocablo es el motor de la imaginación del hombre, porque sólo puede consumarse simbólicamente.
Pero la humanidad sigue ahí, siempre terrena, ridículamente avergonzada de su finitud, buscando una conexión material con lo trascendente. Algunos se consuelan con aferrarse a beatos y milagros, otros se conforman con recorrer despacio, con la punta de los dedos, ciertas letras impresas sobre una página áspera y amarillenta.

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